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La Escuela Alegría: Educar para la Paz,

construir un nuevo mundo...

 

“ Y poco a poco, inconscientemente, seguimos construyendo un mundo para nuestros hijos lleno de mentiras, un mundo regado por las injusticias y abonado por una agónica decadencia, un mundo que se encontrarán quieran o no y que, si los dejáramos escoger, no querrían ni en la peor de sus pesadillas.”


F. Contorni

 

 

4.4.- La Escuela por la paz

 

Ya iniciado el segundo milenio, pienso sinceramente que poca gente puede ser verdaderamente optimista sobre como va el mundo. Sería fácil listar pasadas, presentes y futuras guerras, dar datos estadísticos sobre las muertes evitables que se producen cada día en mundo, sobre la pobreza,... Quizás podríamos hacer algún apunte sobre un racismo que no deja de arañar odios. Pero no hace falta, ¿verdad? Cualquiera que lea el periódico o escuche o mire las noticias debe ser forzosamente consciente de que no todo acaba de ir cómo querríamos.

Con el tiempo, muchos nos hemos ido acostumbrando a lavarnos las manos con ayudas voluntarias, pero nunca suficientes, y a culpar a los políticos, a las multinacionales y a las mentes rebuscadas de tanta miseria y de tanta desgracia. Ya va siendo hora quizás, pero, de dejar de esperar que aquellos que verdaderamente podrían hagan nada por arreglar las cosas. Y los maestros en particular y la escuela en general tenemos un poder que, seguro, podría implicar un significativo cambio en las perspectivas, si las nuevas generaciones llegaran con una conciencia mucho más implicada que la que caracteriza hoy a la sociedad actual.

Es verdad que la Educación Cívica hace tiempo que ha entrado dentro del horario de los centros de educación y estoy convencido de que le están dando la importancia que merece en los diseños curriculares, pero muy probablemente hará falta algo más que un sencillo o completo enfoque de subárea de aprendizaje. Hará falta un enfoque global de escuela, que implique a todos sus elementos, maestras, alumnos y familias, y que programe escalonadamente los valores morales de toda la comunidad partiendo de las normas de civismo más básicas hasta llegar a la construcción de una ética global asimilada como propia y practicada de forma espontánea. ¿Una Escuela de la Alegría que se edifique a la vez como Escuela por la Paz y que busque la formación de futuros ciudadanos y futuras ciudadanas del mundo concienciados profundamente e implicados realmente en el respeto y en la ayuda a los demás y en el respeto al medio ambiente, podrá aumentar las esperanzas en un mundo mejor? Dependerá, evidentemente, de la cantidad de centros que adopten esta filosofía. Yo estoy seguro, pero, que si consiguiéramos que una gran mayoría de escuelas se autodefinieran en sus proyectos como Escuelas por la Paz y asumieran este rol de forma real y efectiva, entonces quizás sí que llegaría un día donde todos podríamos estar orgullosos de los hombres y las mujeres que habríamos ayudado a formar.

Autodefinirse como una Escuela por la Paz, pero, es algo muy atractivo y fácil de hacer y a la vez, muy complejo de asimilar de forma real. Yo, particularmente, no soy, ni pretendo ser, un experto en el difícil arte de la educación cívica y moral. En este campo numerosos teólogos y maestros experimentados podrían darme lecciones y castigarme por el atrevimiento de sugerir propuestas como la que estoy presentando. No intentaré, por lo tanto, edificar una perfecta programación que garantice utópicas éticas en las conciencias de nuestros alumnos. No, dejaré esta tarea para futuras comisiones más preparadas que yo y, en espera de que algún día alguien las reúna, me permitiré la osadía de realizar algunas reflexiones y consideraciones que podrían ayudar a asentar las bases para conseguir una verdadera Escuela por la Paz.

Hace poco me llamó la atención un artículo de una revista donde presentaban a varios niños y niñas que habían ganado un viaje, otorgado por la UNESCO, por sus, y cito textualmente, “heroicidades”. Los títulos me llamaron la atención pero la sorpresa vino cuando, profundizando en la lectura, descubrí que la mayoría de aquellos niños no habían arriesgado la vida para salvar nadie, no, ni tampoco eran víctimas de nadie ni de nada. Aquellos niños habían hecho cosas tan sencillas como recoger ropa para los pobres, visitar periódicamente a personas mayores en residencias de la tercera edad, colaborar con sus ahorros con ONGs diversas, etc. La noticia, así, me sorprendió mucho, y no porque encontrara mal que se premiara a las dedicaciones altruistas, que me parece muy bien, sino por el hecho de que unas acciones tan atípicas, es verdad, pero a la vez tan fáciles de ejecutar fueran consideradas como actos heroicos. “Cuando la ayuda desinteresada se convierte en un hecho heroico, demasiado bien no debemos ir...”, pensé.

La pregunta a plantear seguidamente seria: ¿Puede la escuela educar la tendencia a la colaboración y a la ayuda desinteresada? Yo pienso que sí, y estoy seguro que, si nos paráramos a pensar, encontraríamos mil y una formas de hacerlo. Una de ellas, por ejemplo, seria generalizar aquello que me han dicho que ya hacen algunas escuelas, un recurso educativo que yo intenté plantear una vez sin éxito: la idea es que cada clase “adopte” un niño del tercer mundo. El coste de esta experiencia es actualmente, si cogemos por ejemplo Ayuda en Acción, de 175 euros anuales, cantidad que con una media de 25 alumnos por aula, representa una aportación de sólo 6 euros por niño. Los grupos podrían empezar esta “adopción” desde la Educación Infantil (4 o 5) o desde primero de primaria, llevando a término actividades cada año (ferias, loterías, etc.) para recaudar el dinero y poder pagar la ayuda con el esfuerzo del propio grupo. Cada clase mantendría, además, correspondencia con el niño apadrinado y, al hacerlo, descubrirían de forma directamente implicada una realidad, seguro, muy diferente a la propia. También podría caber en nuestra Escuela por la Paz una especialización de cada ciclo en uno de aquellos continentes que suelen reunir guerras, pobreza y desastres naturales: el Ciclo Inicial podría encargarse de África, el medio de América del Sur y el superior de Asia. Cada ciclo debería contactar con las diferentes ONG’s que trabajaran en la zona que le atañe y a la vez programar y estructurar las acciones que la escuela debe llevar a término ante cada desgracia. Las posibilidades de estas dos formas de entender la solidaridad y sus derivaciones (proyectes de estudio sobre el país dónde vive el niño que ayudamos y sobre el continente asignado, charlas con representantes de varias ONGs, etc.) se irían ampliando sobre la marcha y los objetivos a nivel de educación cívica que lograríamos están por ver, pero seguro que ampliarían en gran manera las expectativas que tenemos si continuamos no haciendo nada.

Dos buenas ideas, pienso, aunque ya he avisado que yo planteé una vez la primera y no conseguí llevarla a término. Y no lo conseguí porque equivoqué el camino: mi planteo se hizo directamente en la reunión de padres de mi clase y me encontré con dos familias que se negaron rotundamente. Dos familias, de veinte y cinco, imposibilitaron mis propósitos, y descubrí que hay ciertas cosas que deben venir dadas desde arriba y de forma prefijada. Ideas como esta deben programarse desde el Consejo Escolar y deben incluirse en el Proyecto Educativo de Centro, entrando a formar parte de la dinámica normal de la escuela y habiendo de ser asimiladas por todas las familias que nos confían sus hijos. Ideas como esta y como muchas otras que se podrían plantear: ¿Porque no hacemos nuestra la reivindicación que muchos asumimos y destinamos un 0,7 de los presupuestos de la escuela y de las A.M.P.A.s a ONGs? ¿Seguiremos actuando solo cuando nos inviten, como mucho una vez o dos por curso, la programación de recogidas de fondos y materiales ante desgracias puntuales? Si ya hace tiempo que llegamos a la conclusión de que las becas surgidas de las diferentes administraciones, aparte de no ser siempre justas, no cubren en casi nada las verdaderas necesidades, ¿porque no nos movemos desde la misma escuela para ayudar a los alumnos más desfavorecidos? ¿Y porque no nos coordinamos todos para redistribuir la comida que sobra cada día en los comedores escolares entre la gente más pobre del pueblo o del barrio? Y ya puestos, ¿no sería interesante ayudar a los niños a descubrir si las marcas que publicitariamente les crean ese profundo deseo materialista de comprar usan siempre formas de fabricación legales y no abusan de la gente pobre o de la infancia? Estas y muchas otras ideas comportarían un compromiso real de las escuelas con la eliminación de la pobreza y de las injusticias y quizás empezarían a dar una verdadera esencia al concepto de Escuela por la Paz que pretendemos lograr.

Nadie puede negar que la implicación directa creará mucha más conciencia que cualquier lectura o estudio de libros de texto. Los niños no deberían salir de la escuela sin haber plantado un árbol y cuidado de un huerto, y colaborado en el mantenimiento de una granja, y participado en una campaña de limpieza de las calles del barrio o del pueblo y visitado una planta de reciclaje de la basura y..., y, evidentemente, ayudado para que su escuela esté siempre limpia y reluciente… Porque, no vamos a olvidar nunca que la educación cívica debe empezar por las cosas más próximas, y si permitimos que un alumno tire el papel del desayuno fuera de la papelera, ¿qué hará después en la calle? Así, en la exhaustiva programación del trabajo de hábitos que hemos anunciado en el apartado anterior que tendremos que redactar habrá contenidos tan próximos cómo puede ser la costumbre de llamar a la puerta antes de entrar y otros tan “extraños” como las causas de los incendios forestales y como evitarlos. Será una tarea larga y no siempre fácil, porque en el camino de nuestros propósitos pretenderemos educar en nuestros alumnos actitudes y hábitos de muy diversa índole: desde los hábitos considerados típicamente de escuela, como son los del juego, los de trabajo, los de convivencia, los alimentarios y los de higiene y salud, pasando por otros considerados menos escolares pero no menos importantes, cómo pueden ser los relativos a la educación viaria, o al cuidado del medio natural, o..., y partiendo de y llegando siempre a un montón de actitudes que rodean dos palabras que hoy parecen que estén pases de moda: respeto y colaboración. Dos palabras que pueden llegar a tener un largo listado de destinatarios: la diversidad, la gente mayor, los discapacitados, todo lo que comporta el entorno natural, el trabajo de los demás, etc., etc., y sobre las cuales intentaremos construir cuántas más futuras conciencias mejor.

En este complicado trabajo de educar la ética de los niños no podemos, pero, andar solos. Sé que será difícil pero debemos buscar la manera de implicar al máximo a las familias de nuestros niños. Sino, nos pueden pasar cosas como la que me pasó a mí una vez: yo estaba regañando a una niña porque había dicho una palabrota y una compañera suya se acercó y le dijo, muy seria: “Esto en la escuela no se dice... Si quieres, en casa sí, ¡pero en la escuela no!”.

Educar las familias será, seguro, una tarea más complicada que educar a los niños, pero si aquello que enseñamos a los pequeños tiene la suficiente fuerza quizás en el futuro no será impensable ver a un niño obligando a su padre a recoger la caca que el perro ha hecho en el parque, o regañando a la madre porque ha tirado el envoltorio del paquete de tabaco al suelo o... ¿Por qué no? ¿Que además deberemos montar campañas y/o reuniones de concienciación familiar? Seguro, pero tengo muy claro que los principales colaboradores en este difícil trabajo habrán de ser nuestros alumnos.

La implicación directa, pero, no siempre será posible: no podemos llevar a nuestros alumnos a vivir una guerra ni a valorar sobre el terreno los daños de un desastre natural ni... Sí que podremos, en cambio, contando con la tecnología actual y con la gran diversidad de recursos informativos que existen, crear debates a partir de ciertas edades con la visualización de programas documentales y vídeos que ilustren las realidades más crueles y crudas. Si bien no debemos negar nunca el tratamiento de un tema cuando surja, por muy pequeños que sean los alumnos, la profundidad del enfoque deberá depender siempre de la edad y deberán ser los expertos los que digan cuando podemos llegar a tocar la esencia más terrible, la que ofrecen las imágenes y los sonidos reales.

Hasta ahora he insistido bastante al calificar de difícil la vía que nos debe conducir a la educación moral que la Escuela por la Paz debería intentar desarrollar. Esto no quiere decir que en nuestras pretensiones tengamos que ser pesimistas, opción que marcaría, según mi criterio, un mal inicio y una disminución segura del grado de logro de nuestros objetivos. Sí implica, pero, ser realistas, saber de dónde partimos y detectar todas las pegas que dificultarán nuestro camino, que ya anuncio que serán muchas.

Cuando yo era pequeño teníamos unos héroes o muy de estar por casa o muy de ciencia ficción. Sentíamos admiración por los personajes de los libros que leíamos, que eran muchos, y que solían ser, en mi caso, niños y chicos o muy traviesos (como Guillermo el travieso) o muy valientes e inteligentes (como en la colección de Los siete… de Enyd Blyton, o en los cómicos de Tintín o...) o, incluso, niños que ayudaban a sus compañeros de forma totalmente desinteresada (caso evidente de El zoo d’en Pitus en el cual unos niños se conjuraban para recoger fondos para que un amigo pudiera curarse). Todo lo que podíamos sacar de la lectura era muy, como diríamos hoy, light, y la verdad es que aquello que recibíamos de un televisor en blanco y negro que tan sólo tenía dos canales y de las películas de la época tampoco es que endureciera demasiado nuestras ambiciones: niños que tenían animales “superinteligentes” (como el delfín Slipper o como el canguro Skipi...), familias viajeras al espacio exterior (como en Perdidos en el espacio), familias monstruosas que nos hacían morir de risa (¿alguien recuerda La familia Monster?), brujas buenas del siglo XX (¿y Embrujada?) o los disparates de un hombre muy geniudo y muy bobalicón (y como reía yo con Louis de Funes). Seguramente, lo que más nos estimulaba la adrenalina eran las películas de un ya muy mayor cowboy denominado John Wayne, o sea que...

Cuando yo era niño, además, había una censura exagerada que lo recortaba casi todo y calificaba las series y las películas con aptas o no aptas de diferentes formas (en la tele, los malditos dos rombos me impidieron ver Misión imposible, una serie que seguro que hoy sería apta para todos los públicos).

Hoy, pero, por lo que veo con algunos de mis alumnos parece que, pese a que todavía hay categorías, todo acaba estando disponible para todo el mundo. Algunos padres ya no queremos poner ni las noticias de la tele para evitar que un hijo de 4 años, ante la imagen en primero plano de una cabeza reventada por un disparo terrorista, nos pregunte qué le ha pasado a aquel hombre. Otros padres lo permiten todo... Yo conozco niños que, con cinco años, han visto películas de terror que a mí siempre me ha asustado ver porque son extraordinariamente sanguinarias. ¿O no definiríamos así a La matanza de Texas? Recuerdo muy bien que cuando Steven Spielberg estrenó Parque Jurásico produjo acto seguido una película de dibujos animados también con dinosaurios ( En busca del valle encantado) porque consideraba que, para sus hijos pequeños, la primera obra era demasiada fuerte. Yo conozco niños que con 3 y 4 años se murieron... de miedo, pero la vieron. La verdad no voy a juzgar si en los cines hay mucho o poco control, pero si puedo afirmar que es seguro que nadie puede controlar a los padres que ponen en marcha la tele o van al videoclub. ¿Y qué encontramos, hoy, en el videoclub? Por lo que respecta al mío, hay dos estantes de cine infantil, un de cine cómico, uno de cine familiar o romántico, cuatro de acción o de intriga o bélico o... y uno de cine porno. El último estante, por cierto, está a la vista de todo el mundo y una vez vi como la encargada regañaba a tres chiquillos de 9 o 10 años porque se dedicaban a transportar cintas “eróticas” a otros estantes. Algunas carátulas que aquellos, todavía, niños estaban observando harían enrojecer a muchos adultos…

Cuando yo era pequeño había un periódico que no creo que tuviera excesiva tirada y que era la única fuente de noticias escabrosas que la gente morbosa podía tener. Se llamaba “El caso”. Hoy en día todo sale a la luz, lo hace a través de muchos medios y sin el menor asomo de contemplación. La violencia se vende más que los hechos cotidianos y parece que no hay ningún atisbo de censura que prohíba el acceso de los niños a aquello que, de ninguna forma, deberían ver. Incluso diría más: de aquello que muchos adultos, por no decir todos, tampoco deberían ver. Podría poner un montón de ejemplos, pero me parece que no hace falta: en la memoria de todos está el asesinato de una chica en manos de dos compañeras que idolatraban a un chico que había matado a sus padres porque se creía ser el personaje de un juego de la Play Station; o la transmisión sin ningún tipo de censura en Italia de imágenes de pederastia; o el seguimiento exhaustivo hecho por determinados programas de asesinatos terriblemente sádicos. Nadie puede negar que, desde que se da tanta importancia mediática a las muertes de mujeres en manos de sus maridos, los casos se han multiplicado. Será fácil, pues, extrapolar los efectos a muchos otros campos y adivinar que las consecuencias globales nunca podrán ser buenas. Dicho con otras palabras: si a la débil salud mental de la humanidad le seguimos suministrando mensajes contaminantes, el futuro no parece excesivamente esperanzador.

Alguna vez ha venido alguno padre de alumno a preguntarme si era bueno comprar armas de juguete a los niños. Yo siempre les he respondido que de pequeño, con mis amigos, si no teníamos armas nos las fabricábamos. Y de mayor os aseguro que siempre he sido una persona pacifista. Otros padres preguntan por el hecho de jugar con muñecos monstruosos y yo los respondo que una vez leí un artículo de un psicólogo que planteaba ese tipo de juego como un medio necesario para romper con los miedos infantiles. Con lo que estoy apuntando no pretendo invitar a nadie a armar a sus hijos ni a llenarlos la habitación de muñecos sin cabeza, no, lo que quiero decir es que en nuestra lucha por la paz y la ecología debemos ser estrictos y flexibles a la vez: si un niño nos regala un ramo de flores arrancadas de la montaña lo vamos a agradecer e invitarlo a no hacerlo nunca en un parque, por ejemplo, y debemos conocer puntualmente, porque seguramente serán variables, cuales son los factores enemigos de nuestros propósitos y cuales nos pueden ayudar.

Si os soy sincero, no confío demasiado en la ayuda que los políticos y los medios de comunicación nos puedan dar. Estoy seguro que si nunca un alcalde, por decir algo, decide prohibir que las revistas y los vídeos que ofrecen en portada o a la carátula imágenes excesivamente sádicas, sanguinarias o pornográficas estén a la vista de todo el mundo, una gran parte de la opinión pública lo invitará a la dimisión acusándole de atentar contra la libertad de expresión. Y si nunca ningún político decide prohibir las imágenes sanguinarias y las noticias morbosas o escabrosas antes de las doce de la noche el temible concepto de la libertad de prensa le será estampado en la cara, sin el menor asomo de duda. Yo tengo la sensación, hoy, que cualquier reivindicación que pueda atentar contra las grandes empresas está destinada a callar antes de abrir la boca. Si es así, entonces, no puedo ser excesivamente optimista, porque no tengo ninguna duda de que quedan muy pocas cosas que no estén controladas por las grandes multinacionales. Como decía una canción: “poderoso caballero es don don don, es don dinero”. Y si un programa dónde se recogen accidentes de tráfico terribles, desgracias varias y asesinatos los que haya se ve más y vende más publicidad que otro dedicado a temas culturales o de inocente distracción, ¿qué importa a qué hora lo ponemos y quien lo podrá ver?

Me debéis perdonar si de alguna manera tenéis la impresión de que me he apartado del tema. Y más me debéis perdonar si os digo que no lo he hecho inconscientemente, puesto que con todo el que he apuntado, y con muchas otras cosas que me he dejado en el tintero para no hacerme pelmazo, he pretendido llegar a dos conclusiones muy importantes para cerrar este capítulo: la primera es que el camino para lograr una verdadera Escuela por la Paz será largo y difícil y la segunda es que no podemos esperar demasiadas ayudas ni de los que mandan en la sociedad, los políticos, ni de los que informan a la sociedad, los grandes grupos mediáticos, ni, en general, de la misma sociedad u opinión pública. Nos espera, pues, una verdadera lucha para lograr nuestros propósitos, pero yo os digo, y espero que estéis de acuerdo conmigo, que el futuro ético y moral de nuestros niños se merece el gran esfuerzo que vamos a hacer.

Tampoco debéis pensar de ninguna forma que en este camino estaremos solos. Hay muchas ONGs que estarían entusiasmadas con nuestros propósitos y también podemos encontrar muchas entidades culturales y personas importantes que no dudarían en colaborar en cualquier intento de mejora de las conciencias futuras. Y no olvidemos nunca que en este tema tendremos unos entusiastas colaboradores, y más cuanto antes los iniciemos: nuestros alumnos. Rechacemos, pues, el pesimismo derivado del aislamiento y encaremos nuestro destino a largo plazo, puesto que no podremos disfrutar, seguro, de los resultados finales hasta de aquí muchos años… El buen camino se marcará poco a poco, con la conquista de pequeños hitos que sirvan para alimentar nuestras intenciones y para darnos fuerza para continuar. Al iniciar este capítulo ya he apuntado algunos. Podría ahora pararme a proyectar un amplio y largo listado de ideas pero no veo una necesidad urgente puesto que creo que, si nunca conseguimos crear esta Escuela de la Alegría de mis sueños, podré contar con mucha más gente para crear iniciativas y nuestras ideas, tomadas ya como prácticas y reales, podrán demostrar mucho más del que yo puedo ahora explicaros con las palabras escritas.

Aún así me cuesta cerrar el capítulo sin apuntar algunas ideas que al escribir me han ido viniendo a la cabeza y que, si no os molesta, apunto para no olvidarlas. Ya hace muchos años que leí que, en Inglaterra, una escuela estaba colaborando estrechamente con una residencia de abuelos: los niños hacían visitas periódicas a la gente mayor y, según las noticias, la moral de los abuelos había subido muchos puntos. Cada abuelo y cada abuela tenía asignado un niño y, según decía la noticia, aquella gente mayor esperaba con gran ilusión las visitas de sus “ahijados”. La ancianidad, ¡cuan desaprovechada que la tenemos! Yo no olvidaré nunca los cuentos que me explicaba mi abuela ciega y siempre pensaré que más de un abuelo y más de una abuela podrían enseñar mucho a nuestros alumnos si de vez en cuando vinieran a hacer alguna charla. También hace tiempo que, al haber tenido problemas con un niño de integración con deficiencias psíquicas una psicóloga me dijo que aquel niño necesitaba, a la vez, una escuela especial y el contacto con otros niños más favorecidos en una escuela normal. Me apuntó también la necesidad que estas escuelas estuvieran la una junto a la otra por tal de poderle montar unos horarios que combinaran las dos posibilidades. Yo sé que esto se ha experimentado ya, pero no dejo de preguntarme que si realmente, como pienso, ha sido un éxito, ¿por qué no se ha dado ya esta oportunidad a todos los niños y las niñas que sufren graves deficiencias psíquicas o físicas?

No hace mucho que en mi escuela celebrábamos una fiesta multicultural dónde los niños se habían disfrazado e iban a interpretar y bailar canciones y danzas típicas de diferentes culturas, razas o países. A mí me encargaron de hacer un discurso introductorio y lo preparé. Pero a la hora de la verdad no lo leí, y es que todo fue mirar los niños y las niñas y sus familias, y romper mi guión. Lo que hacía falta decir era a la vista de todos y con pocas palabras pedí a los adultos que escucharan el corazón de sus hijos y de sus hijas y en todos y en todas, sin excepción, no descubrirían ninguna clase de odio ni de rechazo racista. Por una vez, los mayores nos debíamos convertir en alumnos de aquellos pequeños que, con la convivencia, habían aprendido espontáneamente que la tolerancia y el respeto son valores nobles y que ni las creencias ni el color de la piel hacen que un compañero o una compañera sea mejor o peor. Los alumnos y las alumnas que celebraban la fiesta tenían entre 3 y 6 años, y representaban a bien diversas culturas: catalana, castellana, magrebí, mandinga, hindú, americana del norte y del sur, holandesa, etc. Y es que la convivencia enseña más que todas las palabras del mundo y la suerte que he podido tener yo, al disfrutar siempre en mis grupos de heterogeneidad en el origen cultural y racial, la pediría para todas las escuelas y grupos clase. Así, siempre que sea posible, pienso que debe haber, en el futuro proyecto educativo de La Escuela de la Alegría, el compromiso de intentar lograr el respeto a la diversidad mediante la integración de la convivencia en la diversidad. Una integración que se debe hacer bien, pero, puesto que si la gente sigue teniendo la sensación de que las diferentes administraciones dan sistemáticamente más privilegios a las familias inmigrantes o de culturas minoritarias (en las preinscripciones, con las becas, etc.) a los maestros nos costará muchas discusiones ir menguando los efectos de pensamientos racistas que acaban surgiendo. Y entonces, escuchas como alguien te dice por la calle: “Es que en este pueblo hay mucha gente racista”. Y yo siempre acabo preguntando: ¿racistas lo son en base al color de la piel o a la diferente cultura o por la carencia de recursos? Porque hay alguien que no invitaría a casa suya a comer, por poner un ejemplo, a Mickael Jordan?. “Oh, es que el fin de semana largan a sus hijos pequeños y se pasan todo el día solos a la calle...”. Pues muy mal, si es así, que a menudo lo es, lo que debemos hacer es crear normas desde los ayuntamientos y educar a las familias y a los niños y a las niñas para que entiendan que un niño puede ir solo en nuestro país a partir de una cierta edad. Y así, los maestros y supongo que todo el mundo, dejaremos un día de escuchar un montón de tonterías que normalmente siempre empiezan por un previo “yo no soy racista” y continúan con el “pero...” y el argumento de la queja de turno “es que nos roban el trabajo...” ¿Que quizás lo querías tú, este trabajo? ¿Fuiste a la selección de personal y lo prefirieron a él? Y si realmente fuera así, ¿a todos los catalanes y españoles que durante la historia han emigrado al extranjero también los debería haber rechazado con argumentos racistas? La última que me ha llegado me da vergüenza incluso explicarla: Por diferentes bandas me han pedido que firme una hoja pidiendo que no dejen construir, en mi pueblo, una mezquita: “Si la hacen, vendrán muchos árabes a vivir al pueblo y el precio de la vivienda bajará...”. Ah, está bien, entonces podríamos también firmar un papel para conseguir que cierren el local de los Testigos de Jehová y la Iglesia Evangelista, ¿no? ¿Y por qué no pedimos que cierren todas las iglesias y misiones católicas que hay en África y el Magreb?

Perdonad si me he exaltado algo con este tema, pero haberlo hecho espero que haya servido para concienciaros algo de que la tarea más dura no será precisamente con los niños. ¡Y esta es una tarea que debemos iniciar ya! No quiero nunca jamás volver a sentir, en boca de un alumno de 5 años y con tono entristecido y cara de disculpa: “¡Es que mi madre me ha prohibido que me siente a su lado!” ¿A lado de quién? Ya os lo podéis suponer...

Educar a los niños y a las niñas en el respeto a los mayores, en la ayuda a los más desfavorecidos intelectualmente o físicamente y en la búsqueda de un convivir respetuoso e incluso amigable entre las diferentes “tipologías” de humanos me parecen retos muy interesantes para la educación cívica y nadie me negará que las ideas presentadas no son difíciles de asumir y pueden resultar muy enriquecedoras para todos. Tampoco descartaría que las escuelas adoptaran animales de los refugios y colaborasen en la lucha contra la desaparición de determinadas especies. No os podéis imaginar la fuerza que podríamos tener si todas las escuelas nos uniéramos a favor de una campaña. ¿Qué dirían, por ejemplo, los alcaldes o las alcaldesas de un pueblo o de una ciudad si recibieran una carta firmada por todos los niños pidiendo más plantas en los parques y menos cemento? ¿Como reaccionaría el gobierno de un país si recibiera millones de cartas infantiles pidiendo más ayudas a los países pobres? ¿Qué harían los mandamases de una cadena televisiva si todos los alumnos de un país los amenazaran de no mirarla más si no retiraban una serie excesivamente violenta y sádica? ¿Como responderían los gerentes de una fábrica contaminante sí...? Un montón de ideas, es evidente, surgirían si todos el centros educativos asumieran la condición de Escuelas por la Paz y se implicaran en la lucha por un mundo mejor en todos los aspectos. Mientras esto no pase, pero, La Escuela de la Alegría sí que hará este planteo y, con más o menos fuerza, educará a todos sus alumnos en una ética de respeto a todas las personas y a todas las cosas.

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